Al principio lo queremos todo. Es más, creemos que podemos tenerlo todo, porque somos criaturas bien adiestradas de esta sociedad consumista basada en la ideología individualista y la competitividad neoliberal, que no nos acostumbramos a cuestionar. Tampoco nos enseñan a cuestionarlo, y llegar a esto por ti misma es el camino más largo. Pero llegamos y aprendemos. A través de varias crisis existenciales, relacionales y laborales, a través de libros y conversaciones con una misma y con los demás, aprendemos lo que el diseño nórdico ha sabido desde siempre: menos es más.
A las criaturas consumistas nos sorprende la sencillez de este saber, de este arte de vivir. Sin embargo, pronto nos descubrimos buscando cada vez menos cosas y más espacio, menos cantidad y más calidad en la vida. Nos hace más libres, decimos, y en cierto sentido es verdad. Experimentamos más ligereza en el estar y en el ser como alguien que ha descubierto la piedra filosofal. Puede que sea porque ya no lo queremos todo, solo queremos ser felices.
A cierta edad parece que lo estamos logrando. Eso de ser libres y felices. Lo notamos sobre todo los viernes por la noche con una copa de vino bueno, el sushi y una buena película en nuestra pantalla plana de 48''. O en unas vacaciones paradisíacas a Bali. O en una sonrisa cómplice con nuestra pareja igual de zen y con carrera profesional prometedora y una deuda de miles de euros cuando celebramos nuestra pequeña, íntima victoria sobre el mundo que no elegimos. Respiramos aliviados, respiramos tranquilos, todo está como tiene que estar. Esta sociedad nuestra no es tan horrible ni tan injusta como dicen que es.
Y entonces te quedas embarazada.
La maternidad no te trastorna, sino abre tus ojos.
Lo primero que te sorprende es el abismo que se abre delante de ti y dentro de ti entre el mundo de "ahí fuera" y de "aquí dentro". Es profundo, es espeluznante. Las palabras "conciliación", "autorrealización", "emancipación" y hasta "liberación" que antes sonaban justas, llenas de contenido se vuelven enemigas. Giran alrededor del mundo laboral, del dinero. Y nos las han vendido para que nosotras sigamos haciendo lo mismo.
Se concilia para que en las empresas no cambien nada, para que sus beneficios no sufran ni tengan que comenzar la búsqueda de otra empleada. Se concilia para que todo cambie en casa, para que cambies tú. Se habla de la autorrealización para que la máquina capitalista siga funcionando, para que siempre quieras más y nunca estés satisfecha, y no para que descubras el desarrollo personal en el otro lado, fuera del mundo profesional competitivo y consumista. Te exigen, de hecho tú te exiges, emancipación para que tu marido/pareja no te esclavice en casa, porque sabemos lo nefasto que es, pero al rato descubres que solo lo haces para que tu jefe lo siga haciendo fuera de ella.
"No puedes perjudicar así tu carrera profesional" les dicen a las mujeres que deciden quedarse en casa con su recién nacidos (¿pero sí puedes perjudicar tu actividad como cuidadora?). Y sin embargo, como dice Cristina del Olmo en su gran ensayo "¿Dónde está mi tribu?", la mayoría de las personas no tienen carreras personales sino puestos de trabajo. Encima al parecer deberías sentirte liberada por poder dejar tu bebé de cuatro meses con una niñera o en una escuela infantil para que tú puedas seguir realizándote y emancipándote y liberándote ahí fuera el día entero, año tras año...
¿Liberándote de qué? ¿De una etapa única en tu vida? ¿De cuidar? ¿De sentirte a la vez animal y racional, como ya dijo Aristóteles hace tanto tiempo?
Hace seis meses que di a luz y todavía estoy en el proceso de adaptación. Esa batalla casi diaria entre vivir la vida tal como se presenta ahora mismo, una vida carnal, instintiva, y la vida profesional pasada y futura. Pierdo trenes, la información profesional no me llega o me llega tarde, y ni siquiera todo esto me importa demasiado. Avanzo con lentitud en mi camino profesional, o quizás hasta me he detenido. Y llega la consiguiente culpa y temor de encontrarme un día en un punto desde donde ya no tenga a dónde ir.
La necesidad de nutrir mi mente con lecturas de todo tipo sigue conmigo igual que la de los momentos de silencio para reflexionar sobre lo que me está pasando. Escribir sobre ello, compartirlo con las demás, analizar, razonar. Pensarme, para no ser pensada.
Y entonces miro a mi hijo y sonrío. Habla mi cuerpo, la voz de mi cuerpo.
Parecen, al menos por ahora, dos mundos muy alejados, difíciles de compaginar. ¿Cómo es posible? ¿Por qué la vida sirve para generar más capital y no al revés, el capital debería servir para generar más y mejor vida?
Así voy de un mundo al otro, como un péndulo, sintiéndome fuera de todo y culpable por no haber estado en uno el suficiente tiempo, con suficiente dedicación o por haber estado demasiado en el otro. Una esquizofrenia, una alienación suave y continuada. Estoy buscando la manera de solucionarlo, y el libro de Cristina del Olmo me está acompañando de manera inteligente, tierna y muy necesaria.
Por ahora solo he podido mitigar una sensación de culpa que no tiene ni pies ni cabeza y la mayor parte del tiempo estoy en paz con la situación. No obstante, a veces ir del mundo de la escritura y de los razonamientos intelectuales al mundo donde mi hijo me sonríe, todavía me abruma y me confunde. Dulce, sí, fascinante, también, pero también desconcertante.