Yo confieso ante las redes sociales todo poderosas, que me pasé el domingo entero viendo "Homeland" (bueno, y que he pecado también pero esa es otra historia). Sé que la gente no suele decir esas cosas. De hecho, mi pareja y yo acordamos en voz baja que no se lo contaríamos a nadie, pero ¡a nadie! No hablaríamos de ese día que acabó con extraños efectos de resaca: trastorno del sueño y de la personalidad. Yo ahora solo quiero un corcho enorme para pegar recortes y fotos y buscar mensajes ahí, y él va por la casa murmurando la melódica "Allahu Akbar".
Sí, lo de la promesa de no contarlo a nadie se me ha ido un poco de las manos. Así que, ya que estoy, lo reconozco: llevo semanas enganchada a las series. ¡Uff! Ahora me siento mejor. Es como en esas reuniones de Alcohólicos Anónimos: "Soy alcohólica", dice la gente y tras alguna recaída y varias charlas sobre la vida sobria y sobre nuestros seres queridos, se supera. Así que yo también tengo esperanza.
Aunque eso sí, yo no he cortado con Carrie. Todavía. Ahora, en vez de atracones como el del domingo me conformo con dos capítulos cada tarde, después de comer. Poco a poco. Hay que racionarlo, ya lo dice la ética epicúrea, hay que dosificar el placer que te proporciona algo o alguien externo. Un placer interior es infinito porque está en ti, está presente siempre. Lo exterior, sin embargo, no te sacia nunca. Tendrás un hambre feroz o acabarás con empacho, porque el efecto de una sola dosis dura poco y en un estado de necesidad extrema el peligro de sobredosis deja de ser teórico.
¡Perdonad! No sé cómo he llegado hasta aquí.
Al tema. Cuando me di cuenta de mi adicción, el lunes pasado en concreto, me pregunté: ¿qué tienen las series? ¿Por qué nos enganchan? ¿Por qué me enganchan a mí?
A ver, un poco de contexto: no tengo amistades en Dos Hermanas. ¡No hay ni gatos por la calle! Por lo tanto, por ahora carezco de vida social propia. Y real. No tengo con qué ni con quién llenar esos momentos del día en los que me doy un descanso de ser espiritualmente devota y políticamente comprometida, y solo pienso en las vidas de los demás. En sus decisiones, sus elecciones y sus relaciones. En sus errores y aciertos. Y en los consiguientes ¿cómo pueden vivir así? Que, ¡ojo!; no es un juicio de valor gratuito sino un interés genuino en tratar de entender algo que no eres capaz de ver.
Y así empezó todo. Aunque no pasa siempre porque no nos atrapan todas las series, solo cierto tipo de historias. ¿Dime qué series ves y te diré cómo eres?
Primero fue la escandinava "El puente" y su inolvidable Saga. Saga es especial. Es la mejor detective de Malmö, es inteligente, trabajadora, intuitiva y diferente en su manera de relacionarse con el resto. Cuando su mejor amigo le cuenta que tiene problemas en casa, ella le pregunta directamente: "¿Es porque le has sido infiel?" sin tacto ninguno, o cuando alguien en la cama del hospital le pregunta: "¿Me voy a morir?", ella le mira y dice: "Sí", porque es la verdad. Mi pareja me dice que me parezco un poco a ella.
En ningún momento de la serie explican su dedicación plena a la investigación ni sus reacciones en la interacción social con algún desorden mental o neurológico. Hay gente diferente entre nosotros y ya está. Esto es lo normal, lo extraño es lo que ocurre en la realidad: etiquetar cada pequeña diferencia con nombres de traumas, enfermedades o trastornos que dan miedo. Sin embargo, en el vasto espacio de internet, en el seno de la pluralidad, su comportamiento tiene explicación psicológica. Los fans y los entendidos dicen que Saga debe de tener un problema de salud mental porque no cumple con las reglas del juego: trastorno de Asperger. Les dices a tus hijos por la noche: "Asperger" y se asustan. Está en el mismo nivel con el hombre de saco y un tal coco que te comerá. No, no me parece justo con Saga. Su personalidad no necesita ser diagnosticada en términos médicos.
Ahora es la serie estadounidense y su protagonista Carrie. Otra mujer excepcional. La mejor agente de la CIA, intuitiva, inteligente, valiente y sí, diferente a sus compañeros de trabajo justo en el sentido contrario a Saga. En los primeros capítulos la vemos estable, formal, haciendo su trabajo. También la vemos sonriendo, bromeando, siendo irónica, es decir interactuando de manera esperada. Solo toma una píldora azul de vez en cuando y ya está, pero esto también es "normal" en Estados Unidos. Hasta que nos enteramos de que sufre de trastorno bipolar. De ahí adelante la tildan de loca un capítulo sí y otro también. Ella misma se considera loca.
Sin embargo, Carrie siempre tiene razón. Igual que Saga. Y eso me encanta. Las dos son sistemáticas, hacen esquemas visuales y tras los detalles ven la totalidad. Es una intuición, un sexto sentido, una capacidad cognitiva alterada que les lleva por un camino y no por el otro. E insisto, siempre tienen la razón. Ahora, una cosa no excluye la otra, ya que en la serie Carrie se muestra cada vez más inestable. A ratos llora, luego grita, después toma decisiones temerarias que tú viéndolo desde tu sofá todo estable emocionalmente y muy racional le gritas: "¡¿Pero qué leches te pasa?! ¿A dónde vas?", y, sin embargo, sigue conservando los rasgos de una analista inteligente y valiente y atrapa al malo.
¡Es de locos! ¡Es alucinante!
Recapitulemos: la estabilidad emocional de Saga es casi inquebrantable y es un problema mientras la estabilidad emocional de Carrie es demasiado fluctuante y también es problemático para este mundo.
Ya.
La gente del ámbito de la psicología y la psiquiatría dan la bienvenida a ese tipo de personajes. Yo también. El ejército de los expertos dice que su aparición ayuda desestigmatizar los trastornos de la personalidad, mostrar que la gente "así" puede llevar "una vida normal" si se medican correctamente. Que hay salida y sí, tiene aspecto de pastillas. De diferentes colores. Y estoy de acuerdo, es maravilloso para los casos graves. Sin embargo, mis alarmas, a ratos adormecidas por la atracción insoportable del suspense y del carácter de las protagonistas, se encienden a la vez que mi celebración por este tipo de personajes se apaga cuando me encuentro con la definición que tiene esa gente de los trastornos personales.
Por ejemplo, un catedrático de Psiquiatría de la Universidad Complutense y director de la Unidad de Trastornos de la Personalidad del Hospital Clínico y del Hospital Ruber dice: "No hay ninguna persona que no tenga un trastorno mental a lo largo de su vida. Algunos tendrán lo más leve: un poquito de ansiedad, algo de insomnio... Es tan normal como tener en algún momento de la vida fiebre o algo de diarrea. /…/ no hay nadie que no tenga un episodio de ansiedad, de pánico, de insomnio, de bajón, de adaptación, alguna fobia, alguna adicción... Lo que pasa es que la gente no sabe que eso son trastornos mentales, denomina así sólo a lo que es muy grave, de ahí que también, al no saberlo o no quererlo llamar trastorno, no pidan ayuda y se diagnostique tarde cuando llevan años padeciendo el desorden."
Miedo me da. Estamos ante un claro ejemplo de la excesiva medicalización de la sociedad (uno de los puntos cruciales en el análisis filosófico de biopolítica de Foucault), que convierte posibles problemas personales, sociales o laborales en problemas médicos. Por el interés de la industria farmacéutica. Por el control de la sociedad. Por mantener el insostenible estado de las cosas.
Cuando se normaliza el pensamiento de que todo el mundo tiene trastornos mentales y que estos necesitan ser medicalizados, con evidentes efectos secundarios, para poder trabajar y vivir en esta sociedad neoliberal deberíamos sospechar. Siempre. Y no de nuestra salud mental precisamente.
O ¡esperad!
¿Igual estoy siendo paranoica?