¿Queremos hijos porque nosotras no bastamos?

“No quiero ser mamá. ¡No quiero!”, soltó la hija de mi amiga una tarde de martes y empezó a llorar. Ella, a sus 4 años y medio de edad, miró desesperada a su madre, los ojos cafés llenos de lágrimas, la boca chiquita temblando, y repitió un nuevo “no quiero” desgarrador. Mi amiga sonrió y la consoló explicando que nadie tiene que ser mamá, no es una obligación mientras le daba pecho a su bebé, cansada, cansadísima de haber dormido apenas en las últimas cinco semanas.

¿A quién no le ha pasado, verdad? Digo pensar lo mismo que esa niña, aunque sin exteriorizar ese sentimiento en voz alta, porque ya una ha estado pululando en este mundo suficiente tiempo para saber que hay elecciones personales que hieren sensibilidades ajenas y que a través de una fórmula matemática se convierten en insultantes para los demás.

La mayoría crecemos en la creencia que existe una manera correcta, una fórmula infalible de vivir la vida y es por eso que cada vez cuando alguien elige, decide, quiere hacer otra cosa, hacerlo de una manera diferente que el resto, huir de la “normalidad”, la gente circundante lo experimenta como cuestionamiento de la totalidad de sus vidas, como desafío de sus propias creencias, valores y elecciones.

La gente diferente, la gente valiente nos incomoda. Y nos incomoda porque ponen un espejo delante de nuestras narices. No hay mejor protesta, mejor disidencia que la vida de una y por eso esas decisiones distintas sacuden la escala de valores del resto, les reta a mirar más allá, les hace dudar. Pero tememos la duda, tenemos pánico a la incertidumbre cuando la vida es eso.

Así que si no eres ni te vistes ni opinas igual, ni quieres las mismas cosas que la gran mayoría, te tildan de excéntrica o de loca. Bien. Pero si no quieres ser madre se te califica de monstruosa. Sobre todo si esta decisión implica abortar. Caitlin Moran en su “How to be a woman” dice claro: “No entiendo por qué las mujeres embarazadas tienen que sufrir una presión mayor para mantener la vida que, por ejemplo, Vladímir Putin, el Banco Mundial o la Iglesia católica”. U Otto Pérez Molina.

Pero ¿por qué queremos las cosas que queremos? ¿Cuántas veces nosotras nos lo preguntamos de verdad cuando hablamos del matrimonio o de la maternidad?

Hace poco, en una cena, otra amiga anunció su embarazo. Todo cambiará, todo, le dijeron en unísono y ella fue tan feliz. Ya no tiene responsabilidad solo ante su propia vida sino ante alguien más importante, le susurraron, y eso renueva su perspectiva del mundo, su actitud, madurará y se descubre a través de sus nuevas obligaciones mientras desarrolla otras capacidades. Parece que la que va a nacer es ella y no una nueva persona.

Escuchándoles hablar de este cambio radical e imaginándome en su situación me entró una sensación de luto. Quizá fue por las copas de vino, no sé, no digo que no, o por la luna llena pero en vez de alegría que la gente suele expresar en situaciones así a mí me entró la tristeza. Observando a mi amiga tenía una intuición de que todo es para llenar un vacío. Un vacío existencial. Y es extraño porque no nacimos vacías.

Sin embargo, damos todos los pasos en la vida como toca para colmar nuestro tiempo de preocupaciones, de obligaciones, de responsabilidades y que en caso de las y los hijos no se acaban nunca por la educación emocional que nos han dado. Y al final del día no nos quedan fuerzas para pensar en cosas más profundas, más complicadas que tienen que ver con nuestra fragilidad y vulnerabilidad. Con nuestro condicionamiento sociopolítico y cultural, con nuestro lado oscuro, con nuestro poder. Será que en el fondo damos esos pasos precisamente para no tener que parar, no sentarse a escuchar a una misma ni a los demás, para no tener espacio ni tiempo ni costumbre de preguntarse cosas, de analizarlas porque puede ser que las respuestas no nos gustan. Puede ser que la respuesta será un simple y desnudo “no quiero” a lo que debe seguir otra pregunta mucho más incómoda: ¿qué es entonces lo qué quiero?

Mientras seguimos activas exteriormente, haciendo cosas que se espera que hagamos una recibe la recompensa que de una manera u otra buscamos todas y todos. “Mujeres se refugian en maternidad porque es una de las pocas parcelas de la sociedad en que tienen poder y reconocimiento,” dice Teresa Torns. ¿Es por eso porqué tenemos descendencia?

En aquella cena no pude evitar la sensación de pérdida mientras se felicitaba a la protagonista de la noche porque con un bebé se gana lo primordial. Les pregunté a qué se referían. “El sentido de tu vida,” me contestaron con asombro como si hubiesen descubierto el bolsón de Higgs. Espera, espera, espera… ¿La gente tiene hijos para que su vida tenga sentido? ¿Para qué estas horas, días enteros, meses, años de lucha metidos en la oficina o en la mina o en la cocina tengan sentido, una justificación?

¿Nosotras por nosotras mismas no bastamos?

Yo no tengo hijos. Ni sé siquiera si los quiero tener algún día. Y siendo sincera, del todo sincera, esa duda a veces me da tristeza. Una tristeza vital, oscura. Y en estos momentos me siento un poco más vulnerable, un poco más sola en el mundo.

¿Igual es por eso que la gente tiene hijos? Para acallar esas dudas, esas voces interiores.

Aunque a mí me parece que el feminismo funciona mejor porque sus efectos son más duraderos.

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